¿Por qué sociedades donde los ingresos económicos han mejorado en las últimas décadas presentan altos grados de polarización política? Estados Unidos, como la mayor parte de los países de Europa, han visto modestos progresos del ingreso medio de sus habitantes, sin embargo, desde hace una década atrás, atraviesan crecientes grados de crispación política y malestar social. 

Como lo han mostrado varios economistas (Piketty, 2019; Deaton, 2015), la desigualdad, entendida como la proporción de los ingresos que la mayoría de las personas reciben respecto a lo que unos pocos ricos obtienen, se ha incrementado de manera abrumadora en favor de estos últimos, despertando conciencia de injusticia y frustración colectiva (Sandel, 2020).

Sin embargo, varios estudios sobre polarización en EEUU (Esteban y Ray, 2011), han verificado que en los años 90 del siglo XX, no sólo hubo un incremento de la desigualdad, sino que los propios ingresos medios disminuyeron temporalmente, sin que ello haya dado lugar a antagonismos públicos. 

Pareciera ser que además de la injusticia redistributiva, se necesitara la experiencia de una pérdida, de una usurpación, para que se genere un estado de crispación social. Puede ser la sustracción de reconocimientos, de oportunidades o de certidumbres susceptibles de desencadenar oposiciones enguerrilladas.

Los fatídicos acontecimientos políticos de 2019 en Bolivia, son una experiencia paradigmática de esta formación de polarizaciones políticas.

Desde la llegada de Evo Morales al gobierno, entre 2006 y 2019, cerca de un 30 % la población, mayoritariamente indígena, paso de la pobreza a ingresos medios. El salario mínimo se multiplico por 5, el crecimiento económico se estabilizo en torno a un 4,5 % anual y la desigualdad paso de 0,58 a 0,41 en la escala de Gini (UDAPE, 2019). 

Hace tres años demostramos que la base material que sustentó y sigue sosteniendo esta politización desdemocratizadora entre las clases medias tradicionales bolivianas, es la pérdida de reconocimientos, de exclusividades, de cargos y contrataciones estatales anteriormente asequibles de manera “naturalizada” por origen social, abolengo y lealtad étnica. 

Sin embargo, desde inicios del gobierno, sectores de clases medias tradicionales, vinculadas a profesiones liberales y la antigua administración pública se ubicaron en una irreductible oposición política al gobierno de Evo y, con el tiempo, asumiendo militantemente un antagonismo cultural a todo lo que él representaba. 

Pese a que en 14 años, no habían sido objeto de ninguna temida expropiación de bienes, habían mejorado gradualmente sus ingresos salariales y hasta había aumentado su capacidad de consumo y ahorro, en 2019 salieron a las calles; realizaron paros de protestas, quemaron ánforas electorales, apoyaron el nombramiento de una presidenta del Estado sin sesión congresal, legitimaron la masacre cometida por militares y policías en contra de humildes pobladores que defendían al gobierno democrático, y hasta rezaron alrededor de cuarteles militares para que los uniformados instauren una dictadura militar. 

La explicación de que tenían razones legales para oponerse a la repostulación de Evo, olvida que los alegatos jurídicos adquieren emotividad moral sólo cuando condensan la defensa de determinados bienes materiales o inmateriales.

Hace tres años demostramos que la base material que sustentó y sigue sosteniendo esta politización desdemocratizadora entre las clases medias tradicionales bolivianas, es la pérdida de reconocimientos, de exclusividades, de cargos y contrataciones estatales anteriormente asequibles de manera “naturalizada” por origen social, abolengo y lealtad étnica. Bienes y recursos que ahora están a disposición de muchas más personas, procedentes de orígenes sociales e identidades étnicas diferentes (naciones indígenas). 

Raudo ascenso

Claro, la llegada de Evo al gobierno y la instauración de un Estado Plurinacional, ha significado un raudo ascenso social económico de sectores indígenas populares; ha posibilitado una remoción del origen social de la totalidad de las jerarquías de la burocracia estatal que, encima, debido a las políticas de nacionalización, ahora controla cerca del 35 % del PIB nacional. 

El Estado ha trastocado los títulos de legitimación para optar a un puesto laboral (ministerios, diputaciones, sistema de justicia, embajadas, empresas públicas, etc.) o la adjudicación de obras públicas. Si antes contaba un apellido de origen extranjero, redes de amistad endogámicas, un título de posgrado, el color de piel blanqueada (el capital étnico); ahora cuenta muchísimo más la filiación a un sindicato obrero o campesino; saber hablar aymara o quechua, o moverse en las redes de lealtad étnica de las comunidades indígenas.

El ascenso económico de sectores populares e indígenas, con la consiguiente devaluación de la etnicidad criollo-mestiza para acceder a reconocimientos, contrataciones y nombramientos públicos, ha significado un avance extraordinario de la igualdad social. Y es algo que debe continuar. 

El ascenso económico de sectores populares e indígenas, con la consiguiente devaluación de la etnicidad criollo-mestiza para acceder a reconocimientos, contrataciones y nombramientos públicos, ha significado un avance extraordinario de la igualdad social. Y es algo que debe continuar. 

Pero estos avances de justicia social y democratización económica también han despertado odios viscerales y resentimientos morales de unas clases medias tradicionales que viven esta ampliación de derechos colectivos como una expropiación imperdonable de su estatus social, de sus privilegios de sangre y color de piel heredados de sus padres y abuelos. Para ellas, la igualdad es un agravio al orden naturalizado de la sociedad.

El ensanchamiento de las clases medias, devalúa las posiciones y el estatus de las antiguas clases medias. La depreciación del capital étnico mestizo-criollo (herencia colonial) que anteriormente garantizaba beneficios públicos y reconocimientos, instaura otros criterios de valor social asentados en las prácticas mayoritarias de la población (popular, indígena), y empuja a la decadencia los antiguos parámetros de movilidad social ascendente. 

Se tratan de hechos inevitables del avance de la justicia y la igualdad. Pero, ineludiblemente, todo ello genera rechazos, tanto más viscerales si los antiguos privilegios de clase media se sustentaban principalmente en el linaje.

Con otras particularidades, un fenómeno parecido se ha dado en Brasil con sus clases medias frente al ascenso social, vía educación y consumo, de sectores populares (Anderson, 2019). Y, en cierta medida, el odio contra los migrantes anidado entre clases laboriosas de países del norte puede tener las mismas raíces antiigualitarias.

La “Gran Convergencia”

Esta vinculación entre igualdad económica y polarización social la retoma el economista B. Milanovic para estudiar los efectos de la reducción de la desigualdad en el mundo (Foreing Affairs, 14 /VI/2023). El exjefe del departamento de investigación del Banco Mundial (BM), reconoce que, en las últimas décadas, al interior de cada país ha aumentado la desigualdad; pero, vista a escala global, ésta ha disminuido. 

Para comprobarlo, introduce el concepto de “desigualdad global” y estudia la disparidad de ingresos entre todos los ciudadanos del mundo. Tomando como cero el momento de igualdad absoluta, en la que todos los habitantes del mundo tienen los mismos ingresos, y 100, cuando una sola persona concentra todos los ingresos, comprueba que la desigualdad planetaria ha disminuido notablemente en las últimas 3 décadas de globalización.

Con una mirada de largo plazo, ve cómo es que desde los años 1820 hasta 1990, la desigualdad mundial ha tenido un crecimiento sostenido, pasando de 50 a 70 puntos. Si antes de la revolución industrial del siglo XIX, el país más rico (Inglaterra) tenía un PIB 5 veces mayor que el más pobre (Nepal), a fines del siglo XX, la diferencia entre el PIB del más rico (EEUU) y el más pobre llego a ser de 100 a 1. Pero desde fines del siglo XX hasta ahora, la desigualdad ha caído de 70 puntos a 60, fundamentalmente por el ascenso económico del país más poblado del planeta: China.

Y lo más relevante del artículo son los efectos de esta asiatización de la riqueza en las jerarquías y consumos globales. 

Comprueba que las clases medias y populares de las economías occidentales, que durante un siglo ocuparon la posición media alta y alta de los ingresos mundiales, ahora están retrocediendo. Por ejemplo, un ciudadano pobre de Norteamérica que en 1988 ocupaba el percentil 74 de los ingresos mundiales, en 2018 ocupa el percentil 67. De la misma manera, un italiano, de ingresos medios, ha visto caer su posición 20 puntos en el mismo periodo. Y en general, se trata de un declive de los sectores medios y pobres de los países occidentales ricos en el rango global. 

Tenemos experiencias de mejora de ingresos económicos en “clases” medias, pero retroceso en sus jerarquías y antiguos privilegios, debido a políticas de igualdad que producen sensaciones de “pérdida” y desquiciamiento del orden moral de la sociedad por intrusión de sectores “igualados”. 

En contraparte, un ciudadano medio chino, que en 1988 ocupaba el percentil 35, ha alcanzado el percentil global 70 en 2018. En general, las clases medias y bajas de “occidente” están siendo gradualmente desplazadas en su jerarquía mundial y en el acceso a bienes globales (eventos culturales, vacaciones, innovaciones tecnológicas, etc.), por una nueva clase media global proveniente de los países asiáticos. Y a medida que ciertos consumos globales ya se están volviendo inaccesibles para estas clases populares y medias occidentales, la sensación de “pérdida” se acrecienta, con la consiguiente polarización social.

Milanovic considera que, por ahora, los más ricos globales, que son un 80 % occidentales y japoneses, no han sido afectados de manera sustancial. Sin embargo, es probable que, de mantenerse las tasas de crecimiento de China, y de crecimiento mediocre de EEUU y Europa, en los siguientes 20 años, el porcentaje de ricos globales chinos igualará a la de los norteamericanos; en tanto que las clases populares y medias occidentales perderán aún más rápido sus posiciones jerárquicas en la riqueza global, reflejando el “cambio en el orden económico mundial”. 

Las variaciones geográficas en el PIB mundial, son por demás elocuentes de este proceso: entre el año 2010 y 2020, EEUU cayó de una participación del 30 %, al 25 %. En tanto que China paso del 3,7 % al 17, 3 % (BM, 2023).

Tenemos entonces, en el caso de Bolivia, y del mundo considerado en su conjunto, que experiencias de mejora de ingresos económicos en “clases” medias, pero retroceso en sus jerarquías y antiguos privilegios debido a políticas de igualdad, producen sensaciones de “pérdida” y desquiciamiento del orden moral de la sociedad por intrusión de sectores “igualados”. 

Sobre esta base vendrá luego el crecimiento del antagonismo pasional hacia los “otros” (los migrantes, los indígenas, las mujeres, los “comunistas”, etc.). Es la reacción a la decadencia de su poder y estatus. El miedo al “gran reemplazo” que nubla la razón de no pocos votantes de las sociedades occidentales ricas (EEUU, Europa), quizá no tenga que ver sólo con la creencia de que los latinos, los africanos o los musulmanes sustituyan a las poblaciones “blancas”. Sino con el horror y resentimiento que les despierta el saber de su inexorable desplazamiento en los privilegios globales que los “occidentales” disfrutaron durante los últimos 200 años de colonialismos imperiales. Y es que, como lo señala Tooze (2023), ahora ya “sólo son pasajeros de un tren conducido por otros”.

* Columna originalmente escrita para Celag.org