Según declaró en algunas entrevistas, Adolfo Bioy Casares escribió Diario de la guerra del cerdo en un momento en que se sintió envejecer. Corría 1969 y publicaba esta novela breve en la que se cuenta una semana de guerra, en Buenos Aires, entre los jóvenes y los viejos.

Su protagonista, Isidoro Vidal, es un jubilado que un día descubre que los jóvenes han decidido amenazar y perseguir a los viejos. En consecuencia, tanto él como sus amigos son objeto de persecución y ataques que, en algunas ocasiones, terminan con la muerte.

Los viejos, entonces, se debaten entre la indignación, el miedo y el deseo de continuar con su vida normal y las relaciones familiares se ven afectadas por esta suerte de guerra generacional.

El libro presenta a los jóvenes como violentos y necios, muchachones brutos que realizan sus actos sin tener bien en claro cuáles son los motivos que los guían. Por su parte, la vejez es retratada como un estadio de la vida repugnante, despreciable y cercana a la muerte: los ancianos son considerados personas inservibles, una verdadera carga para la sociedad.

Los viejos meados

Corre 2023 y cuando alguien quiere referirse a una persona obsoleta, pasada de moda, desconectada de la realidad, sin sentido del humor o demasiado conservadora utiliza la expresión de “viejos meados”.

Igual que en Diario de la guerra del cerdo, se practica una verdadera cacería de viejos. En este caso, no hay muertes ni ataques a golpes: la cacería se realiza a través del lenguaje que, como ya sabemos, puede ser más cruel que una patada o un golpe en la cara.

Es cierto que la ancianidad trae aparejados problemas físicos, como la falta de control de la micción. Sin embargo, los jóvenes agresores se olvidan de que todos —incluso ellos— tenemos el objetivo de llegar a ser viejos meados: la alternativa sería la de morir jóvenes, eso sí: con pleno gobierno sobre nuestro aparato urinario.

Igual que en Diario de la guerra del cerdo, se practica una verdadera cacería de viejos. En este caso, no hay muertes ni ataques a golpes: la cacería se realiza a través del lenguaje que, como ya sabemos, puede ser más cruel que una patada o un golpe en la cara.

En la novela, Bioy dice que “…en esta guerra los chicos matan por odio contra el viejo que van a ser. Un odio bastante asustado…”. Hoy ocurre algo similar: los chicos tratan de forma despectiva y degradante a todo aquello que los alerta sobre lo que pueden llegar a convertirse: si necesita ayuda para hacer trámites digitales, es un viejo meado; si no vota lo que yo voto, es un viejo meado; si no sabe usar la tecnología, es un viejo meado; si se queja de la música alta, es un viejo meado; y así hasta el infinito, con cada situación que intuyen, en un futuro no tan lejano, van a interpretar ellos mismos.

Ustedes fracasaron, nos dicen los jóvenes. Ustedes se equivocaron cada vez que votaron. Ustedes no supieron elegir. Ustedes crearon esta situación social de mierda en la que vivimos. Ustedes son los culpables y no deberían hablar ni hacer nada más: ustedes son unos viejos meados, tan seniles y desvaídos como los ancianos de la novela.

La revolución de las viejas

En paralelo al desprecio y la humillación infligidas por los jóvenes, surge la denominada “revolución de las viejas”, de la mano de la no muy querida portavoz del gobierno actual.

Bajo la consigna “viejas orgullosas de serlo”, Gabriela Cerruti no sólo sacó un libro sobre el tema. También se dedicó a organizar jornadas sobre sexualidad después de la menopausia, a dar charlas sobre “nuevas formas de habitar la vejez”, a reclamar leyes anti edadismo y sí, aunque les parezca demasiado, a sortear consoladores.

Otra vez, la guerra del cerdo, pero distinta. En esta versión no encontramos agresiones y muertes, como en la novela de Bioy Casares, ni insultos relacionados con los problemas físicos propios de la edad como en la generación que odia a los viejos meados. Acá encontramos negocios —para ella, claro está— que lo único que generan es una maquinita de hacer dinero a costa de ¡oh, sorpresa!, los viejos.

Parece que, en su burbuja, las viejas no hablamos de sexualidad con nuestras amigas, no intercambiamos datos sobre juguetes sexuales o calores nocturnos, no tomamos vino ni bailamos, no nos divertimos, no disfrutamos de la vida que nos queda porque nos falta su guía, su espacio, su ingenio y, sobre todo, su voracidad por hacer dinero.

Porque declarar “voy a abrir un bar de viejas en Palermo porque siento que la diversión está permitida sólo para los jóvenes”, es dejar bien en claro que va a hacer plata con lo que ella supone una necesidad de las mujeres con muchos años encima.

Parece que, en su burbuja, las viejas no hablamos de sexualidad con nuestras amigas, no intercambiamos datos sobre juguetes sexuales o calores nocturnos, no tomamos vino ni bailamos, no nos divertimos, no disfrutamos de la vida que nos queda porque nos falta su guía, su espacio, su ingenio y, sobre todo, su voracidad por hacer dinero.

También parece que, lamentablemente, la revolución de las viejas no va a llegar a las jubilaciones ni a la atención del PAMI. Pero eso sí, las viejas vamos a poder tomarnos unas cervezas en el bar de la iluminada Cerruti.

Ya lo fijó Bioy en el relato al que hoy me refiero: “Todo viejo se convierte en bestia”. Se asemeja a lo que piensan estos personajes actuales: algunos los menosprecian y los degradan porque ya no sirven; otros comercian con sus penurias, con sus deseos y con sus angustias. Quizás, el autor estaba equivocado: los viejos no se convierten en bestias: las bestias son los que los rodean.