Cuando, en 1936, Margaret Mitchell publicó Lo que el viento se llevó le dio vida a una heroína que trascendió en el tiempo y que años después, nos deslumbró en el cine: la arrebatadora, malcriada y coqueta Scarlett O’Hara.

La novela cuenta la historia de amor entre Scarlett y Rhett Butler en el contexto de la guerra de secesión estadounidense, y describe el derrumbe de la sociedad sureña que existía antes de esa guerra.

Rhett, un aventurero, cínico y desvergonzado, se empeña en conquistar el corazón de Scarlett, la hija mimada de un hacendado de Georgia. Ella, obstinada, lucha durante gran parte del libro por negar la atracción que siente por él. En un principio se enamora de Ashley Wilkes e incluso le declara su amor poco antes de que el muchacho se case con su prima Melanie Hamilton, dejándola frustrada y furiosa.

Entonces es cuando estalla la guerra y todo cambia. Scarlett deberá dejar de ser la niña frívola y romántica preocupada sólo por sus vestidos y sus conquistas, para convertirse en una mujer implacable dispuesta a todo para salvar a su familia del hambre y para conservar Tara, la hacienda de su padre.

Pragmática, ambiciosa y egoísta, no se comporta como buena madre ni como buena esposa. Nunca se detiene a solidarizarse con otras mujeres y en su afán por conseguir lo que desea, ataca y manipula a cualquier mujer que se interponga en su camino y en sus deseos. Para Scarlett O’Hara, la sororidad no existe.

Con una frialdad absoluta le roba el novio a su hermana, en su afán de apoderarse del dinero de este hombre y así pagar las deudas de impuestos de su propiedad. Mientras tanto, continúa enamorada de Ashley por lo que menosprecia a Melanie, la esposa del galán: piensa que es una mujer tonta y débil, la trata con rudeza en diversas ocasiones y planifica, sin escrúpulos, el modo de destruir su matrimonio para quedarse con su marido.

Su personalidad se endurece por las adversidades y comienza a comportarse como un ser despótico y cruel que trata sin piedad a todos. Incluso sus hermanas —a quienes antes consideraba rivales por la atención de los hombres— son hostigadas por Scarlett, quien les exige que trabajen duro por su supervivencia, haciendo caso omiso a sus ruegos, llantos y manos ampolladas.

Pragmática, ambiciosa y egoísta, no se comporta como buena madre ni como buena esposa. Nunca se detiene a solidarizarse con otras mujeres y en su afán por conseguir lo que desea, ataca y manipula a Melanie –que la adora–, a sus hermanas y a cualquier mujer que se interponga en su camino y en sus deseos.

Para Scarlett O’Hara, la sororidad no existe.

Las Scarletts de hoy

Para Scarlett O’Hara, la sororidad no existe; y para mí, tampoco. Y en vista a lo que pudo observarse en este último fin de semana, la sororidad no es más que un concepto bello y anecdótico que sirve para hacernos sentir buenas personas.

El caso que saltó a la luz pública y con el que todos los medios de comunicación se solazaron, el viaje a Marbella de Martín Insaurralde junto Sofía Clerici, repleto de regalos carísimos, yates y lujos por donde se lo mire, es un claro ejemplo de lo que afirmo. Soslayando el escándalo político, es sencillo detenerse a observar las crueldades vertidas por infinidad de mujeres en las redes sociales y ¿asombrarnos? en cuánto placer les provoca atacar a otra mujer.

A Sofía le pegaron por todo. Le pegaron por gato. Por exhibicionista. Porque le gusta el sexo. Porque se saca fotos del culo. Porque se hizo la boca y los pómulos y las tetas. Por mersa. Porque es una interesada. Porque tiene gustos y hábitos gronchos. 

¿Dónde quedó el apoyarnos entre nosotras, el “yo te creo, hermana”, el reinado de la solidaridad, la empatía y la sororidad entre mujeres? Consignas olvidadas quién sabe dónde, como cada vez que hay un pene en disputa o una ideología política que tambalea a causa de alguna fémina que causa problemas.

Debo reconocer que a mí tampoco me brota la sororidad universal, esa empatía y esa solidaridad que se supone debería tener con todas las mujeres del mundo porque sí, porque son mis compañeras, porque son hermanas, de género, de problemáticas, de lágrimas, de derechos negados y de lucha inagotable.

No puedo —ni quiero—  sentir empatía o cariño por todas mis congéneres. Porque soy humana y como tal me gusta elegir a quién querer, con quién solidarizarme, con qué tipo de mujeres compartir mi vida, mi familia, mis alegrías y mis tristezas.

No puedo —ni quiero—  sentir empatía o cariño por todas mis congéneres. Porque soy humana y como tal me gusta elegir a quién querer, con quién solidarizarme, con qué tipo de mujeres compartir mi vida, mi familia, mis alegrías y mis tristezas.

Sin embargo, muchas veces —casi todos los días— me veo obligada a esconder este sentimiento vergonzante para esta época neo victoriana en la que siempre hay alguien que nos dice qué es lo que tenemos que decir, lo que tenemos que pensar y lo que tenemos que hacer. Entiendo que es mucho menos problemático sumarme el discurso políticamente correcto en lugar de expresar lo que me sale de las tripas.

Así las cosas, hoy es muy difícil ser una Scarlett a cara descubierta, que esté convencida —y tenga la libertad para decirlo— de que ser mujer no nos convierte en seres intachables y a las que nadie puede criticar.

El discurso ultra feminista —e hipócrita, tal como se vio este fin de semana— intenta imponernos una sororidad de cartón, un castillito de naipes que se cae ante la menor brisa.

Claro que Scarlett, nuestra heroína, no estaría orgullosa de mi accionar. Me diría que levante la cabeza, que apriete el corset alrededor de mi cintura y que me enfrente al mundo para mostrar que soy esto y que estoy orgullosa de serlo.  Que grite que mi sororidad es selectiva —como la de todas— y que no quiero sumarme a la hipocresía generalizada. Que, a esta altura, debería haber aprendido de su relación con Rhett, quien le aguantó todos los caprichos y los dobles discursos hasta que un día no lo soportó más y se fue diciéndole: “Francamente querida (lo que vayas a hacer), me importa un carajo”.

Si seguimos callando y agachando la cabeza ante tanta moralina intimidante, si seguimos simulando sentimientos que no existen para luego quedar expuestas, como se vio en el caso de Sofía Clerici, probablemente dejaremos de sumar derechos, luchas ganadas y reconocimientos. Quizás lograremos que, al resto del mundo, les importemos un carajo.