De entre los muchos tópicos que tocó Manuel Puig cuando escribió El beso de la mujer araña, últimamente se obstina en aparecer, en mi cabeza, el de la traición.

La novela, publicada en 1976, cuenta ―en formato de diálogo ― la relación entre Molina y Valentín, dos reclusos que comparten celda en la cárcel. Molina, un homosexual acusado de corrupción de menores y Valentín, preso por su activismo revolucionario.

Entre ambos surge una relación de amistad y de acompañamiento, de charlas nocturnas y cuidados, que más adelantada la historia se transforma en un vínculo amoroso. Sin embargo, Molina tiene como objetivo traicionar la confianza de su compañero: el director del presidio, sabedor de la necesidad del muchacho de salir para cuidar de su madre enferma, lo convence de que Valentín es un delincuente y le promete la libertad a cambio de su delación: necesita información sobre sus contactos y sobre las actividades del grupo revolucionario que integra.

Durante gran parte del relato, Molina está convencido de que su accionar es el correcto: las presiones constantes del director y la oferta de pronta liberación le confirman que está haciendo bien.

Sin embargo, cuando Molina desarrolla sentimientos románticos para con Valentín, estalla su conflicto interno: inevitablemente, se siente culpable. Si bien no llega a confesarle su cooperación con las autoridades, en ocasión de que Valentín comienza a contar algo que le parece delicado, lo detiene diciéndole que se calle, que si lo interrogaran no tendría fortaleza para guardar sus secretos.

La traición nuestra de cada día

La postura de Molina, el personaje de la novela a la que me refiero, no se encuentra muy lejana a la de cualquiera de nosotros, en nuestra vida cotidiana de hoy.

Quizás porque vivir bajo la garra del miedo es una situación extrema que puede hacer que cualquier persona se convierta en delator. Esto pudimos presenciarlo fácilmente, hace algunos años, en medio del aislamiento preventivo impuesto por la pandemia del Covid.

Por aquellos días, ser un delator estaba bien visto: el mismo gobierno se encargaba de incentivarlo. La leyenda “Para denunciar violaciones a la cuarentena o violencia institucional, comunicate con el Ministerio de Seguridad al número gratuito 134”, aún puede leerse en la página web de Argentina.gob.ar. Y vaya que nos convertimos en denunciantes: se condenaba a quien no usaba barbijo, a quienes circulaban en la vía pública sin ser personal esencial, a quienes abrían su comercio en la desesperación por sobrevivir, a quien no guardaba la distancia social reglamentaria, a quien recibía visitas en su casa, a quien realizaba reuniones o fiestas clandestinas y a los extranjeros que aparecían en nuestros edificios (seguramente portadores del bicho desde países ajenos).

Así las cosas, dejamos de comportarnos como buenos vecinos para convertirnos en traidores: personas que expuestas a la presión y al abuso de poder de otros, nos sentíamos desamparados y recurríamos a la delación, a la denuncia y a la condena sin detenernos a hacernos preguntas sobre la ética de nuestros actos.

Me pregunto si en estas ocasiones, a todos nos pasa lo que a Molina en la historia narrada por Puig: ¿Es que somos buenos o malos como consecuencia de las circunstancias? ¿Cualquiera se convierte en malo según el contexto? ¿Algunas situaciones funcionan como catalizadores?

Años después y ya sin la desesperación de un virus que nos enferme a todos –y probablemente nos mate-, continuamos presenciando este tipo de situaciones.

Así las cosas, dejamos de comportarnos como buenos vecinos para convertirnos en traidores: personas que expuestas a la presión y al abuso de poder de otros, nos sentíamos desamparados y recurríamos a la delación, a la denuncia y a la condena sin detenernos a hacernos preguntas sobre la ética de nuestros actos.

En los últimos días se leen o escuchan a personas como vos, como yo, como cualquiera de nosotros: simples trabajadores de clase media o clase media baja enfurecidos con los comercios que no tienen un Posnet para cobrarnos por débito automático y así obtener la devolución del IVA. Se grita, se exige, se impele a la denuncia ante la AFIP, ante los inspectores, ante el gobierno, ante quien sea, para que alguien caiga con toda la fuerza de la ley sobre estos pequeños comerciantes –el kiosquero, el verdulero de confianza, el chino del barrio- que, seguramente, necesitan de la devolución del IVA tanto como sus clientes.

Otra vez, se repite el ciclo: de la misma manera que el director de la cárcel con Molina y que el “deber” de denuncia que imponían los gobernantes en 2020, el Estado incita a la delación: a tal efecto, se habilitó un 0800 de lunes a viernes para que cada uno de nosotros inculpe a otro.

Idéntica situación vivimos cuando el ministro de economía estableció que los empleadores debían liquidarles un bono a todos sus trabajadores en relación de dependencia. En paralelo al anuncio de la medida, la consabida herramienta: “Tienen que hacer la denuncia, está vigente la capacidad de fiscalización del Estado a partir de la denuncia, que incluso puede ser anónima y que va a hacer que nosotros actuemos de inmediato. “Si no pagan, tienen una infracción. Van a tener que pagarlo y, encima, una multa", salió a decir la ministra Kelly Olmos. Es decir, cada trabajador (en caso de no recibir su bono) debe denunciar a su patrón. Trabajadores que corren el riesgo de ser despedidos si sus empleadores descubren la denuncia, patrones que no saben de dónde sacar dinero para pagar una obligación más sin que su negocio quiebre.

Una vez más, la pelea es entre pares.

La angustia de los traidores

Es perturbadora esta sensación que todos cargamos sobre nuestras espaldas: la angustia de los traidores. Molina, en la novela, traiciona a su compañero y logra ser liberado: sin embargo, el peso de la culpa hace que intente alcanzar la redención traicionando –esta vez- la confianza del director de la cárcel para ayudar a Valentín a acercar información a sus compañeros revolucionarios.

¿De qué forma podremos redimirnos nosotros? Un hatajo de individuos acusándonos unos a otros, en un afán incansable por sobrevivir. Traicionando a la vecina, al carnicero, al encargado del edificio, al maestro de nuestros hijos, a la dueña de la mercería que me da trabajo, al amigo de toda la vida.

Por ello, cada día me obligo a recordar que, como Molina, los canallas pueden ser solo personas con alma y conciencia que hacen lo que pueden, lo que parece ser la única opción en determinada circunstancia. Y que los que nos obligan a volvernos contra nuestros hermanos suelen ser los que están arriba, como el director de la prisión de la novela.

Claro está que la responsabilidad no está en este pueblo castigado y culposo sino en los poderosos, en aquellos pocos que crean situaciones extremas y obligan a la gente a cometer hechos espantosos para seguir adelante, convirtiéndose así en verdaderos canallas.

Por ello, cada día me obligo a recordar que, como Molina, los canallas pueden ser solo personas con alma y conciencia que hacen lo que pueden, lo que parece ser la única opción en determinada circunstancia. Y que los que nos obligan a volvernos contra nuestros hermanos suelen ser los que están arriba, como el director de la prisión de la novela.

Sería hermoso, vivir según la descripción deseosa de Valentín, expresada en alguno de los párrafos del libro: “… no dejarme basurear… por nadie, ni por el poder… Ser hombre es mucho más todavía, es no rebajar a nadie, con una orden, con una propina. Es más, es… no permitir que nadie al lado tuyo se sienta menos, que nadie al lado tuyo se sienta mal…”