En 1984, la novela de ficción distópica publicada por George Orwell en 1949, se cuenta la historia de Winston Smith quien trabaja en el Ministerio de la Verdad, en Oceanía, y quien tiene como tarea la de reescribir la historia.

Oceanía es un país dominado por un gobierno totalitario que mantiene una vigilancia constante sobre sus ciudadanos y espía sus pensamientos con el objeto de mantener el orden. La omnipresencia del Gran Hermano, guardián de la revolución, comandante en jefe y juez supremo, hace que quienes demuestren alguna inconformidad con el régimen sean arrestados, torturados y desaparecidos.

En este escenario, Winston empieza a tomar conciencia de que su trabajo es parte de la farsa en la que se basa el gobierno para mantenerse en el poder, y se topa con el amor de una chica rebelde: Julia. La pareja, desengañada del sistema político reinante, intenta escapar de un régimen donde el libre pensamiento y la intimidad están prohibidos.

Sin embargo, son atrapados por la Policía del Pensamiento y sometidos a torturas en el Ministerio del Amor. Así, pierden todo rastro de individualidad, respeto y deseo sexual. Finalmente son liberados, pero al reencontrarse son incapaces de reconocerse como cercanos y se separan como dos extraños: el amor ha desaparecido y ha sido reemplazado por el amor hacia el Gran Hermano, único sentimiento afectuoso tolerado por el gobierno.

Sin hablar más en detalle sobre el argumento de 1984, me voy a detener en la herramienta más eficaz que el gobierno de Gran Hermano utiliza para someter a los ciudadanos: la creación de la neolengua.

La neolengua es la adaptación del idioma con fines represivos y se basa en el principio de que lo que no se dice, no puede ser pensado. En el apéndice del libro, Orwell desarrolla un análisis detallado de este idioma oficial y obligatorio en Oceanía, creado para limitar el pensamiento e influir en la construcción de la realidad.

La neolengua es la adaptación del idioma con fines represivos y se basa en el principio de que lo que no se dice, no puede ser pensado. Es el idioma oficial y obligatorio, creado para limitar el pensamiento e influir en la construcción de la realidad.

¿En qué consiste este lenguaje nuevo? Básicamente es una simplificación extrema del idioma, con un vocabulario reducido al mínimo, eliminación de palabras, conceptos y uso de neologismos: de esta manera se intenta que los ciudadanos no puedan expresar ideas que puedan ir en contra de los ideales del partido, impidiendo el pensamiento crítico y así, cualquier forma de oposición.

A modo de ilustración: no está permitido decir “malo” (en su lugar se dice “nobueno” y si algo es terrible, se dice “doblementenobueno”). No se habla de “castidad” siendo esa palabra reemplazada por “buensexo”. En lugar de expresar que alguien actúa de manera conservadora, se dice que lo hace “bienpensadamente”.

Del mismo modo, cuando se quiere describir a alguien que presenta una expresión considerada impropia y que por ello debe ser perseguido por la ley —por ejemplo, por mostrarse disconforme ante algún anuncio del gobierno— se dice que tiene una “caracrimen”. En lugar de hablar de individualidad, se habla de “vidapropia” y así podría continuar ejemplificando con diversas palabras construidas con el objeto de dirigir el pensamiento del hablante.

La verdad es lo que el partido dice”, acepta Winston casi al final de la novela. Y en la construcción de esa verdad, toma protagonismo el lenguaje, a modo de ladrillos que van levantando muros.

2023 (la supremacía del eufemismo)

En 2023 (y desde hace varios años) asistimos también al uso de una neolengua. Acá no hay neologismos, los que imperan son los bien ponderados eufemismos.

Los eufemismos son aquellas expresiones que se utilizan para sustituir palabras o conceptos que socialmente se consideran ofensivas o de mal gusto. Así las cosas, vivimos en una sociedad que se obliga a ser políticamente correcta, una sociedad que se vigila a sí misma, de manera constante y autorepresiva.

Y cuando hablamos de políticamente correcto, me pregunto ¿correcto para quién? ¿y correcto con qué objeto? ¿Cambiamos nuestra manera de hablar para intentar suavizar el discurso? ¿Para no comprometernos? ¿Para no aceptar una realidad que no nos gusta? ¿Para ocultar una realidad decididamente horrible?

Los eufemismos son aquellas expresiones que se utilizan para sustituir palabras o conceptos que socialmente se consideran ofensivas o de mal gusto. Así las cosas, vivimos en una sociedad que se obliga a ser políticamente correcta, una sociedad que se vigila a sí misma, de manera constante y autorepresiva.

Igual que con la neolengua de 1984, hoy no está permitido hablar de determinada manera: no se dice “mujer”, se dice “persona menstruante” o “gestante”. No se habla de “cárceles” sino de “establecimientos penitenciarios”. No llevamos a los viejos a vivir a un geriátrico: llevamos a los “adultos mayores” a vivir a “residencias para la tercera edad”.

Este nuevo lenguaje es deshonesto e incómodo, usarlo supone un esfuerzo pero nos obligamos a hacerlo porque la presión que sentimos es tal que tenemos miedo de la mirada y de la condena ajena.

Día a día somos testigos del proceso de destrucción y designificación de las palabras. Y creo que las personas que se encargan, intencionalmente, de esta tarea son personas avergonzadas.

¿Les causa vergüenza reconocer que el sistema educativo está quebrado y que los chicos no aprenden los contenidos básicos de las materias? Pues aquí no se repite de año, señores: según el Ministerio de Educación, son alumnos “permanentes”. ¿Les da pudor decir que un país, en el marco de una guerra, “mató civiles”? Pero, señores, hablemos de “daños colaterales”. ¿No soportan expresar que los que viven sin agua potable, sin calefacción, con chapas o cartones como techos y con hambre viven en “villas miseria”? Por favor, no se preocupen, los llamaremos “barrios populares”.

Lo mismo sucede con los ajustes de la economía que ahora son “desaceleraciones del crecimiento del gasto”. O con las mamás desesperadas por tapar los pibes con cartones, en la puerta de un banco; los hombres que se toman un cartón de vino para soportar la helada y los nenes que alargan la mano, con los ojos perdidos y los mocos colgando. Señores: todo ese horror se resume en la expresión “personas en situación de calle”.

Como nos hallamos huérfanos de soluciones reales, nos enseñan a nombrar el dolor con vocablos más positivos y así nos sentimos mejor. Además, nos inculcan culpa o vergüenza y ¿se olvidan? que los problemas van más allá del formato de los discursos.

Por otro lado, expresarnos de manera políticamente correcta, nos lleva a utilizar un lenguaje estúpido e inservible. Ya no hay mujeres feas, hay mujeres que tienen una belleza “no hegemónica”; ya no existen los discapacitados: son “personas con capacidades diferentes”.

Lo dicho: estúpido e inservible. Me pongo un vestido ajustado y, lamento decirlo, me veo fea. Pero esa es la verdad. Ninguna de mis amigas va a decirme “no te pongas eso que te ves bella no hegemónica”; van a decirme: “sacate eso que te queda horrible”.

No tengo la capacidad de jugar al fútbol como Lionel Messi pero sí puedo cocinar platos deliciosos y Messi seguramente no tiene la capacidad de hacer un buen corte de pelo pero es el mejor pateando tiros libres. Todos tenemos capacidades diferentes, ser discapacitado es otra cosa. Como decía Borges: los sinónimos no existen.

El filósofo francés, Roland Barthés acuñó la frase “robar a un hombre su lenguaje en nombre del propio lenguaje: todos los crímenes legales comienzan así”.

No estoy diciendo que esta imposición del uso de los eufemismos vaya a ser el inicio de crímenes. A menos que sea un crimen acostumbrarnos a vivir en esta intolerancia disfrazada de tolerancia e inclusión. A menos que silenciar a la gente u obligarla a cambiar sus discursos —método que se utiliza para solucionar temas sociales como la pobreza, la discriminación, las falencias educativas— comience a ser considerado como un delito.

Igual que en el libro de Orwell, hoy la distorsión del lenguaje se presenta como justa, pero sólo se intenta restringir y controlar con reglas rígidas. Y sépanlo, a los que no sigan esas reglas se los castigará con el escrache y la cancelación.

Cuidado: el Gran Hermano nos vigila.